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jueves, 10 de septiembre de 2015

DIARIOS DE UN MENDIGO


-¿Me vas a querer siempre Augusto?– Te voy a querer siempre, Andrea. Le respondí cobardemente. Pero ¿Qué tan cierto era? Si alguna vez, en otra existencia, en otro mundo más llevadero, vivíamos hasta el cansancio, como dos extraños en un jardín imaginario, donde juntos nuestros cuerpos obstinados, se agotaron en dopamina, y un Dios travieso transmutó nuestros defectos en virtudes mágicas. Si fue así ¿Qué iríamos a hacer entonces? ¿Odiarnos? porque ella me amaba y yo la amaba a ella. Pero ¿Y las mariposas en el cerebro? ¿Las cosquillas en la panza? ¿Por qué ahora solo sentimos lombrices y espinas carcomiéndonos? –nos preguntábamos horrorizados-. 



La ecuación idílica, como no era de extrañarse, se equilibró en el caos, en el abismo del no retorno. Y dejarnos vivir por una vida abrupta, por los recuerdos de un cauce mundano, no era otra cosa que resignarse a esta, a la presente, con la escusa del tiempo y su paso. (Existir, como siempre, era la acción de morir, residir en la vida, padecerla) ¿Qué iríamos a hacer entonces? ¿Divorciarnos? ¿Cómo? ¿Si nunca nos habíamos casado?



En los asuntos de la vida –pensaba- uno se muere y ya, el alma mater de lo absurdo le echa en cara su fatídica decepción, le pone al frente un espejo para que se escudriñe la mirada de ternero degollado, y en forma de amenaza es como si le dijera: “¿Le dolió mucho mijo? Ahh pobrecito…mire a ver, sea hombre y vuelva a nacer para que vea lo que le pasa”. Quizá –suelo pensar con vistos esotéricos- quizá sea por eso que este planeta tenga tanto verde y no es que Dios lo pinte así porque quiso hacer una obra bonita, es que en un espacio tan hostil, no son tiempos para ser humano y más vale nacer como árbol, como pasto, o como un vegetal que como hombre.


Me sumergía en estados nihilistas, de esos en los que uno no tiene ganas de moverse, ni siquiera de respirar. –No te pongas bravo- Decíame Andrea con dulzura –No, no estoy bravo-, le reprochaba yo con desidia. –Tu estas mal, yo se que tu andas mal- Insistía. –No estés triste porfa, no quiero que estés triste- Me abrazaba. Yo la miraba, me acomodaba y le decía con ironía: –¿Triste? ¿Triste yo? Como así no te entiendo, yo no conozco la tristeza, yo solo se de la alegría. ¡Yo soy una persona muy feliz! Nací para eso. Mírame. Parece como si no me conocieras- Seguido esto de una que otra risa breve y furtiva. Y ese tipo de actitudes cínicas, según mi pícara intuición, sospecho ahora que cumplían una función magnética, algo así como un transistor de partículas de esos que manejan los físicos cuánticos (Ironía + ternura = atracción)


Cuan más absurda era la existencia, más oscuro se hacía el porvenir. El amor era como un huevo cocinándose, de vez en cuando tocaba apagar la estufa para que no se quemase. -¡Andrea, apaga la estufa! ¡Apágala!- Yo le decía con horror. A lo que ella replicaba –Hay Augusto, no seas mamón, a mi me gusta así!-. Finalmente aprendí a comer las tostadas, los huevos, la carne y todo quemado, aunque no me gustasen, y uno termina aprendiendo a hacer que le gusten, pero no es que le gusten propiamente. La rendición aprehendida consiste en dominar el arte del autoengaño. Es que más vale renunciar a la motivación que pueden acarrear esos detalles intrascendentes, porque la renuncia conlleva al ensimismamiento produciendo el efecto de la anestesia, o el de la droga o el alcohol. Y eso mismo pasaba con el dinero, las compras, los viajes. Eran como la droga y el alcohol, me hacían entrar en un estado de desdén irónico. Ese desdén era un escudo contra la alteración de la inacción, para no interrumpir esa tranquilidad nociva que implica la falta de asombro ¿Qué era entonces lo dignamente admirable? ¿Esta que tengo acá? ¿Mi amiga del alma? ¿La inasequible felicidad? ¿Cómo combatir el tedio, el sin sentido, la falta de ganas para levantarse o incluso para moverse? Escribir, escribir y escribir…


Así pues me puse a escribir, pero no fue suficiente, nada me salía. -Eso de la inspiración- pensaba –valiente fraude-. Duraba días enteros sin salir del apartamento, sin ganas de hacer nada y Andrea lo hacía todo: el oficio de la casa, el mercado, trabajar, traer el dinero, los recursos e incluso las ganas para salir de ese embrollo infernal: –Augusto, hoy es viernes, me dieron el sábado libre. Vámonos, vámonos de viaje, estoy harta de esto- Yo la miraba desconsolado, pero, por más esfuerzos que hiciera, se me notaba en la cara de que no quería, y no se porqué, algo faltaba y esa carencia lo mataba uno a largo plazo. –¿Irnos? A donde- Replicaba. –No se, a donde sea, esto no puede seguir así-. Pero nunca nos íbamos porque yo le sacaba excusas idiotas tales como la falta de dinero, o la inundación de las carreteras y terminaba convenciéndola, o más bien desilusionándola hasta el delirio: –¡Para donde vas mujer!- Le balbuceaba mientras ella golpeaba la puerta de la entrada y salía roja de la piedra. –Me niego a perseguirla- pensaba –Ella necesita a un hombre atento, afectuoso, responsable y capaz de mantener un hogar y un matrimonio en paz. Yo no hago eso, y si carezco de esa facultad ¿Por qué diablos sigue conmigo? –Me preguntaba atónito.


Miraba televisión echado como un oso en la cama. -En las noticias siempre muere gente inocente- me decía. -Yo miro por la ventana y la gente aún sabe sonreír-. Sentíame solo y vacío, eso que uno se deprime hasta los huesos, como si tuviera gripa o una fiebre endiablada. Si, es cierto que a cualquiera le pasa, pero me puse a beber como loco, y eso no le pasa a cualquiera. La gente es libre, ellos tienen el control total de sus decisiones, de sus fatalidades personales, son dueños de su voluntad. Ellos son responsables de sus actos, pero yo no. A través de la ventana el paisaje me hacía muecas, entonces vomitaba y bañaba de aguardiente la cabeza Roberto, el poeta de la cuadra. Yo me reía a carcajadas de ese mendigo de barba blanca y ruana sucia, lo señalaba con el dedo cada vez que pasaba recitando versos populares, como si así le fueran a dar dinero.


Saboteaba su trabajo. Con cinismo y divertimiento yo lo remedaba. El rufián sacaba de su costal mugriento, cualquier tipo de arma u objeto sólido que tuviese a la mano y me lo mostraba con amenaza. Yo disfrutaba el espectáculo de sus reacciones. Hasta que un día sacó una botella y me la lanzó rompiendo el vidrio de la ventana. Yo lo miré y me seguí riendo a carcajadas, esa vez le seguí apuntando con el dedo. Un vigilante salió del hotel de enfrente y lo echó a patadas. Andrea llegó a la hora. Le echó un vistazo despectivo a la ventana rota. Yo me seguía riendo como un vil maniático. 


Andrea empaco su maleta y se largó para donde su madre. Al rato volvió, quiero decir, a la semana. O sea, aunque harta de todo, bucólica, regresaba. Terminaba volviendo porque en el fondo le hacía falta y le daba lástima dejarme solo y abandonado a mi suerte sin rumbo. ¿Cómo diablos, con que ánimos, con que dinero habría yo de pagar los servicios? ¿Tendría que salir de este cómodo asilo a pelearme los basureros de la cuadra con Roberto el mendigo?



Andrea era compasiva y comprensiva, porque sabía del huracán que podría gestar si me dejaba solo. Pero no solo por eso, se me hacía que aquella digna dama entrevía algo extrasensorial en los ojos de este pobre infeliz con el que residía y la asediaba. Quizá, pero solo de a momentos, se retaba a sí misma para perseverar conmigo, y se sorprendía cada vez que ejercía el poder de entenderme. No se como, pero eso lo hacía hábilmente: aprehender a cabalidad los códigos del vagabundo. ¿O es que más bien le daba lástima? No, estoy seguro que le causaban una fascinación extraña.



El trabajo era aburrido, arduo era hacer el oficio casero, levantarse temprano y “camellar” hasta tan tarde para que le pagasen un sueldo malo, y tras de eso hacer las compras y las vueltas de los bancos. La vida en sí era triste y aburrida. Yo era un bufón entretenido, un tanto distraído, ingenuo y atrevido en el campo de la seducción, y eso a ella le encantaba: –Me dices que soy un poco particular, que soy un drogadicto enfermo, que no tengo remedio y ni lo quiero tener, pero sigues estando conmigo- Sospechaba, quizá, que a los ojos de lo moralmente aceptado, mi peor defecto era una virtud endiablada; eso de ser un espíritu pesimista que no le importa bañarse ni lavar la ropa.


Y sospechaba entonces que ese modus vivendi terminaba siendo, en últimas, una suerte de afrodisíaco efectivo cuyo efecto liberaba dopamina y era potencialmente irresistible. Quizá, en esa ambivalencia radicase el atractivo masculino. Y es que no cualquier hombre por ahí anda estimulando esta “hormona perezosa” tanto como el vagabundo mantenido. Porque para ser vagabundo y mantenido a la vez, hay que proveer un encanto lo suficientemente melancólico e irresistible como para suplir el precio de la vivienda, los servicios, las facturas y demás cosas que las mujercitas inteligentes juzgan de “superficiales” e “intrascendentes”, cuando ciertamente son estas sus más profundas preocupaciones.


Andrea terminó conmigo, si mal no recuerdo, un día de Agosto, en que el cierzo desplomó ciudades. Se fue con otro porque, según sus palabras, yo ya estaba “demasiado chiflado”, porque dique sufría alucinaciones, me gustaba el sadomasoquismo y otro tipo de rituales macabros. Pero la causa real fue otra: el viejo de la cuadra tomó venganza. Entró al apartamento a hurtadillas con un bate en la mano y unos cucos de mujer. Me amordazó con cadenas el infeliz, me quitó la ropa y se emborrachó al frente hasta vomitárseme encima, me dio unos cuantos palazos moreteándome todo el cuerpo.


Luego me desamarró, me echó en el suelo, colgó los cucos en la silla y dejó el apartamento con aspecto de escena grotescamente gótica. Cuando llegó Andrea no me dejó explicarle lo sucedido: –Augusto, yo ya no puedo seguir así, me he resistido ya demasiado, no puedo creer que hallas traído viejas a la casa, ¡Bastardo asqueroso! no me vengas otra vez con el mismo cuento de ese tal Roberto que no hay mendigos ni poetas en la cuadra y tampoco hay dinero suficiente, la situación esta demasiado mala como para a estas alturas estarle pagando un psiquiatra”



Hasta ahí acabó mi encanto. Todo volvió a ser gris como antes. Roberto se salió con la suya. Me tocó bandearme junto a él los basureros de la cuadra. Aprendí en vano, los códigos de la calle, al comienzo me fue difícil mientras el cuerpo se adaptaba al frío y al hambre. Progresivamente fui adquiriendo un aspecto de indigente y me fui pareciendo cada vez más a Roberto. Mi barba empezó a crecer y tuve que arroparme con ruanas sucias, tanto así que hasta los demás indigentes nos confundían y me llamaban por el nombre de “Roberto el trovador”.


Practiqué el hurto y la pugna, atraqué a uno que otro despistado. Pero eso no importaba, lo que sí me afectaba es que de vez en cuando tenía que enfrentar a Roberto. Un día terminé postrado a sus pies con un bisturí amenazante en mi cuello. No me mató porque le supliqué que no lo hiciera. No me gusta morir de esa forma porque uno siente mucho dolor. Si hubiese tenido una pistola hubiese preferido que me matase, antes que tener que lidiar con su orgullo, besarle los pies y convertirme en su siervo, cosa que terminó siendo así.


Andrea me dejó y se fue con otro, la luna se calló del cielo y yo me convertí en el león domado de Roberto. Después de unos mese bajo su yugo, de repénte hubo una pausa en el camino y Roberto dejó de hablarme. Sentí que algo me faltaba ¿habríame creado cierta dependencia? ¿tendrá esa actitud algo que ver con el lado homosexual? tuve que regresar a él. Pese a su indiferencia, y después de mucho insistirle que me explicase el por qué de tanto desdén, me dijo que tenía algo que confesarme, pero que la única forma era que yo tenía que escribir la historia de cómo lo conocí, que porque tenía que resolver un misterio. Así que le dije que no que eso era imposible, que yo no sé escribir. El viejo me agarró del cuello y me dio un golpe en la espalda. Echo sobre mis piernas un cuaderno y una pluma. Me extorsionó con un cuchillo, me hizo beber alcohol y me obligó a escribir.


Cuando terminé de escribir esta locura, no recuerdo muy bien cuanto me demoré, quizá fue cuestión de una hora, o de meses, o de años, el caso es que, durante este tiempo, siempre sentí a Roberto al lado mío, con expresión amenazante y poniéndome el bisturí en el cuello, a punto de degollarme. Fue entonces que terminé de escribir el último párrafo, cuando sentí que la mano de Roberto desapareció, volteé a mirar y ya no estaba. ¡Había desaparecido como por arte de magia! Sentí alivio. Un alivio profundo. Desde entonces no lo volví a ver ni a saber nunca más de él. Me dediqué a exportar artesanías y empecé a tener gratos ingresos. Yo no se, a veces pienso que a lo mejor Andrea tenía razón, yo era un loco desquiciado y quizá Roberto no era otra cosa que un amigo imaginario, un reflejo de mi personalidad, un alter ego o algo por el estilo; eso lo explicaría un psiquiatra mejor que yo. Pero yo estoy seguro que si Andrea hubiese tenido dinero en ese entonces, no hubiese dudado en llevarme al manicomio, y esta historia nunca hubiese podido ser parida, o, por lo menos contada de esta forma tan hostil y alternativa.


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